El tesoro es el mapa

Cristian Vázquez
7 min readAug 4, 2020

Los mapas generan, desde siempre, una especie de fascinación. Mucho más que una mera herramienta para orientarse en el mundo, los mapas son un mundo en sí mismos. Un tesoro. Incluso hay quien dice que son la literatura del futuro.

Fragmento de un plano de Buenos Aires en 1888

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¿Por qué nos fascinan los mapas? Desde el principio de los tiempos, todas las culturas han diseñado mapas y todos nos hemos quedado alguna vez arrobados en su contemplación. Quizá por su promesa de territorios desconocidos, de viajes posibles, de aventuras inciertas, de tesoros escondidos. O quizá por la turbadora certeza de que uno y solo uno de los puntos de cualquier mapa puede situarse exactamente sobre el punto que representa. O por la fantástica ilusión de que, si observamos con el suficiente detenimiento el mapa del lugar en donde estamos, llegaremos a vernos a nosotros mismos observando el mismo mapa, como en un juego de cajas chinas: “Usted está aquí”.

Hace unos años vi un grafiti — que quizá ya no exista— que adornaba una cortina metálica en Madrid, en el barrio de Lavapiés: “No hay mapa del tesoro. El tesoro es el mapa”. Una idea bella que dispara múltiples sentidos. ¿Qué clase de tesoro es el mapa? ¿Es un tesoro porque te permite ubicarte, orientarte, saber dónde estás y cómo llegar adonde querés ir? Pero ¿acaso no deseás, a veces, dejar de lado los mapas y lanzarte sin rumbo, a andar sin buscar nada pero sabiendo que andás para encontrar algo? ¿Es posible, hoy por hoy, salirse del mapa?

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Los mapas pueden ser tesoros no por lo que representan, sino por su valor en sí mismos. Lo saben los historiadores, los arqueólogos y los coleccionistas de mapas antiguos. Michel Houellebecq imaginó, en su novela El mapa y el territorio, de 2010, una historia en que también se tornan tesoros los mapas actuales. Su protagonista, Jed Martin, es un artista que alcanzó el éxito con una obra compuesta por fotos de los famosos mapas Michelin de las carreteras francesas. En la entrada de la galería donde se expuso la muestra, el artista colocó juntas “una foto satélite tomada en las inmediaciones del globo de Guebwiller y la amplicación de un mapa Michelin ‘Departamentos’ de la misma zona”.

“El contraste era extraordinario —dice el narrador—: la foto satélite sólo mostraba una sopa de verdes más o menos uniformes, sembrados de vagas formas azules, mientras que el mapa desarrollaba una rejilla fascinante de carreteras departamentales, pintorescas, de vistas panorámicas, bosques, lagos y puertos de montaña. Encima de las dos ampliaciones, en letras mayúsculas negras, estaba el título de la exposición: ‘EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERRITORIO’”.

O, podríamos agregar nosotros, el símbolo es más interesante que la cosa representada. O el arte es más interesante que este informe caos que llamamos realidad. La literatura es más interesante que la vida.

El primer gran elogio que recibe Jed Martin es la de un crítico de Le Monde, quien afirma que el artista, “no sin una valerosa audacia, adopta el punto de vista de un Dios que coparticipa al lado del hombre en la (re)construcción del mundo”. Hoy por hoy nos hemos acostumbrado a los planos cenitales. Ya no hacen falta satélites: basta con un dron adquirido en el supermercado. Pero en aquel tiempo aún eran algo novedoso, aún hacían pensar en el punto de vista de una divinidad que todo lo observa desde lo alto. Pensado de esa forma, trazar cualquier mapa es jugar, en cierto sentido, a ser Dios.

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La novela La tierra incomparable, de Antonio Dal Masetto, publicada en 1994, también postula un mapa como un tesoro, aunque de un modo muy diferente al del personaje de Houellebecq. La protagonista es Agata, una mujer que vive en la provincia de Buenos Aires y que, tras cumplir ochenta años, decide volver de visita a su pueblo en Italia, el pueblo donde nació y vivió las primeras cuatro décadas de su vida y adonde no ha regresado en las cuatro siguientes.

Mientras prepara su viaje, Agata le pide un favor a su nieta: “Quiero que me ayudes a dibujar un mapa”. Un mapa del pueblo, quiere trazar. De como era su pueblo cuarenta años atrás. Agata da indicaciones y su nieta traza líneas en el papel. Al comienzo con dudas, con indecisiones. A medida que avanzan, las referencias se hacen cada vez más minuciosas, más precisas.

“Ahora, mientras [Agata] dictaba —dice el narrador—, le parecía que, de haberlo querido, aquel mapa no tendría fin. Podía recuperar detalles mínimos, accidentes del paisaje, arbustos, nudos en los troncos, grietas en las paredes, nidos en las ramas. Y, después, al paisaje, sumarle acontecimientos, experiencias vividas en cada sitio. Ahí pasó esto, allá esto otro, un encuentro, un susto, el vuelo de un pájaro, una tormenta. Cosas que la costumbre o la sorpresa habían grabado en su memoria alguna vez y que ahora, en esta reconstrucción, volvían inesperadas y nítidas como si hubiesen ocurrido ayer”.

El mapa se fue recargando de datos. La nieta le preguntó varias veces cuál era el objetivo de todo aquel trabajo. Pero “a Agata no le resultaba fácil explicar”, sigue diciendo el narrador.

“Ante la inminencia de la partida, había comenzado a obsesionarla la idea de que aquello habría cambiado mucho, tanto que al regresar encontraría muy poco de lo que había dejado. Temía que, cuando se enfrentara con el pueblo, la nueva geografía que seguramente la esperaba, empezara a ocupar los espacios de su memoria, suprimiendo las imágenes que había conservado durante tantos años. Había pensado en el mapa como una mínima garantía de preservación”.

Todos tenemos, desde luego, el recuerdo de algún territorio mítico, del que podríamos dictar hasta los más pequeños detalles. Y todos, si creyéramos en riesgo ese recuerdo, desearíamos fijarlo a través de un mapa que lo reprodujese de la manera más meticulosa, más fiel. Por supuesto, siempre sentiríamos que le falta algo. El único mapa exacto es el propio recuerdo. El recuerdo es el tesoro.

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Simon Garfield —autor de Es mi tipo y Posdata, obras que hemos citado, respectivamente, al escribir sobre fuentes tipográficas y sobre lo que perdimos al dejar de escribir cartas de papel— también publicó En el mapa, de 2012, un hermoso libro que lleva por subtítulo “De cómo el mundo adquirió su aspecto”. A través de sus 450 páginas, hace un repaso muy entretenido y muy bien documentado por la historia y las curiosidades de la cartografía, desde los documentos más antiguos hasta Google Maps. Uno de los pasajes que más me llamaron la atención es el que dedica a los juegos.

Naipes, rompecabezas y juegos de tablero utilizan mapas desde hace siglos, pero no hay duda de que, en este aspecto (como en muchos otros), los videojuegos consumaron una auténtica revolución. “A veces los mapas vienen en la caja con el juego —apunta Garfield—, pero normalmente son el juego, y la interpretación cartográfica del entorno es el principal desafío”.

El autor pone como ejemplo un videojuego llamado Skyrim, cuyo mundo fue diseñado por “cientos de cartógrafos digitales” y que incluye una guía con 220 páginas de mapas. Aclara que “Skyrim no es más que un país del continente Tamriel en el planeta Nirn”, y luego avisa: “Acuérdese, cuando haya jugado suficiente tiempo, será la Tierra la que le parezca extraña”. ¿No es acaso otra forma de proponer lo que Borges plantea en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”? El mundo será Skyrim. O algún otro juego con mapas que ya, a estas alturas, lo haya superado.

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En su libro, Garfield describe cómo los dibujos y los textos que se incorporaban a los antiguos planisferios contaban historias: países fabulosos, islas misteriosas y animales fantásticos que aguardaban allende los mares. Y dice también que, a través de los videojuegos, “los mapas siguen contando historias como lo hacían los Mappae Mundi”. Con unos territorios virtuales tan inmensos y un número casi ilimitado de posibles recorridos, se me ocurre que los videojuegos son una versión mejorada del clásico Elige tu propia aventura. Como no soy usuario de videojuegos, no puedo asegurarlo. Pero se me ocurre que no es una afirmación demasiado arriesgada.

Pienso, en cualquier caso, en la novela Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet, publicada también en 2012. Se sitúa en un mundo en el que la muerte no es el fin, ya que la memoria (es decir, la identidad) de las personas se guarda en internet a la espera de instalarse en otro cuerpo. En un momento, en un cuerpo nuevo, el protagonista pasea por la ciudad casi cien años después de haberlo hecho por última vez. Y cuenta:

“Los edificios que ya no están se superponen en mi cabeza como una hoja de calcar encima de la realidad. Asimilo las nuevas construcciones; muchas las conozco gracias a los mapas en la red. Sesenta horas de noticias buceando dentro de calles y subterráneos que reproducen todo, incluso la suciedad. Los mapas son la literatura del futuro. Mapas y paisaje urbano, fusionados en un único material permeable. El único lugar donde el arte va a sobrevivir, junto a los grifos de los baños y las garitas de transporte”.

Los mapas —la literatura del futuro— reproducen todo. Incluso la suciedad, incluso los nudos en los troncos y las grietas en las paredes, como quería la Agata de Dal Masetto. Los mapas como el espacio donde los recuerdos se superponen sin perderse, donde se puede ver todo, como a través de la mirada de Dios. Porque los mapas, a menudo, son más interesantes que el territorio. El mundo como un mapa en escala 1:1 de sí mismo. Sí, el tesoro es el mapa.

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