Madrid, a seis, julio del 91

Cristian Vázquez
7 min readJul 6, 2021

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En muchas ocasiones, la memoria se comporta de maneras caprichosas. En otras, en cambio, actúa de forma perfectamente lógica.

Tengo un amigo que se llama Marcos. Somos amigos desde hace treinta años: en marzo se cumplieron tres décadas de cuando empezamos la secundaria juntos, en Florencio Varela. Su mamá, por entonces, estaba embarazada. A mediados de ese año nació la hermanita de Marcos. A mediados de esa década —la de los noventa, por supuesto— tuvo sus quince minutos de fama una banda española llamada Los Lunes, y su tema más popular fue Una canción de despedida, cuya letra recrea el formato de una carta y empieza diciendo: “Madrid, a seis, julio del noventa y uno…” Tiempo después, Marcos me hizo notar que la fecha mencionada en la canción era el día en que había nacido su hermana: 6 de julio de 1991. La coincidencia me pareció tan curiosa que la guardé en mi disco interno y nunca se borró.

La canción es esta, por si quieren ver si la recuerdan:

Pasó el tiempo, como veinte años sin volver a ver a esa chica. Hasta que, hará unos tres veranos, quizá cuatro, coincidí con ella en una cena en casa de Marcos, y charlamos un ratito, y le conté que recuerdo la fecha de su nacimiento porque es la misma de la canción de Los Lunes. ¿Qué canción?, me respondió. Entonces descubrí que ella no sabía de la existencia de ese tema que comienza con la mención de la fecha de su nacimiento. Me pareció muy llamativo el hecho de que yo tuviera ese dato tan presente y ella misma no.

Hace poco Marcos me hizo notar que se acercaba el cumpleaños número treinta de su hermana: es hoy. Y me contó que él y su pareja siempre se acuerdan de que yo me acuerdo de la fecha del nacimiento de su hermana gracias a la canción de una banda que —al menos en Argentina— nadie recuerda. (Probablemente yo también me habría olvidado de Los Lunes, está claro, de no ser por esta coincidencia.)

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Tal vez hayas hecho clic en el video y hayas escuchado el comienzo de la canción y hayas pensado “ah, sí, ya sé cuál es”. Más aún, tal vez ese fragmento te haya llevado a un momento de tu vida, un momento de mediados de la década del noventa que por algún motivo quedó en tu memoria, incluso aunque vos no lo supieras, asociado a esa canción. La música tiene esa capacidad.

Pensando en esto, recordé el primero de los textos que componen el libro 31 canciones, de Nick Hornby, publicado en 2003. El comienzo de ese texto es, de algún modo, parecido al comienzo de este. Hornby cuenta una anécdota en la que aparece una canción y cómo, desde entonces, cada vez que escucha esa canción se acuerda de aquel episodio. Dice después:

En un principio, cuando decidí que quería escribir un librito de ensayos sobre canciones que me entusiasman […] di por supuesto que los ensayos estarían llenos de conexiones directas de tiempo y espacio como esa, pero no, la verdad es que no […] Y cuando me puse a pensar por qué sería así, por qué tan pocas de las canciones que para mí son importantes me llegan cargadas de sentimientos o sensaciones asociadas, se me ocurrió que la respuesta era evidente: si te gusta una canción, te gusta lo suficiente para que te acompañe a lo largo de diversas etapas de tu vida, así que el uso va borrando todos los recuerdos demasiado específicos.

Hornby añade:

Si hubiera oído Thunder Road en el dormitorio de una chica en 1975 y decidido que estaba bien pero nunca hubiese vuelto a ver a la chica ni escuchado mucho la canción, entonces oírla ahora probablemente me traería a la memoria el olor de su desodorante. Pero no pasó eso; lo que pasó fue que oí Thunder Road y me encantó y desde entonces la he ido escuchando a intervalos (alarmantemente) frecuentes. La verdad es que Thunder Road sólo me recuerda a Thunder Road y, supongo, a mi vida desde que tenía dieciocho años, es decir, a poca cosa y a demasiado.

Si a vos te gustara Una canción de despedida, de Los Lunes, al volver a escucharla ahora no habrías recordado ese momento concreto de mediados de los noventa, sino que te habría pasado como a Hornby con Thunder Road. El autor de Alta fidelidad y Fiebre en las gradas cierra su razonamiento así:

Lo único que se puede deducir de la gente que dice que el disco favorito de toda su vida les recuerda su luna de miel en Córcega, o al chihuahua de la familia, es que en realidad no les gusta demasiado la música.

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Esa conclusión resulta muy parecida a una idea relacionada con la literatura que suele generar polémica. Parafraseando a Hornby, se puede formular así: lo único que se puede deducir de la gente que dice que el libro favorito de toda su vida es El Principito es que en realidad no ha leído muchos otros libros.

Una vez leí un tuit que eso (con otras palabras) y lo retuiteé, y alguien me respondió con una frase: “La arrogancia de los que leen”.

Hace unos meses, Tía Butik —la cuenta de Facebook de la librería Notanpuan, ubicada en San Isidro— publicó en esa red social un breve texto humorístico, como muchos de los que suele compartir allí. Era un listado de “Libros que encontramos en las bibliotecas de las casas donde no se leen libros”. El primero de la lista era, como no podía ser de otra manera, El Principito. Había una decena más, desde El túnel y Relato de un náufrago (“leídos en el secundario”) hasta libros de cocina y “alguno de Sidney Sheldon”. La publicación tiene más de setenta comentarios, en los que otros usuarios suman sus propuestas.

A mí me hizo gracia, porque me pareció cierto. No hice demasiados análisis ni le di mayor importancia, la cuestión quedó ahí. Por eso me sorprendí cuando, tiempo después, vi que había comentarios de un par de personas enojadas.

Una de ellas los acusó de “despreciar a personas que no están en el target de ustedes” y de “no respetar a quienes no han tenido las mismas oportunidades de acceso a la cultura”. Y agregaba: “Mucho feminismo, mucho soy progre, pero sus formas de burlarse de los otros me revuelven las tripas. Si tanto saben leer, si tanto buen gusto tienen, si tanto saben de todo, mírense un poco al espejo y díganme qué ven: ¿no son un poquito gorilas?”

La otra escribió: “Se llegan a enterar que hay gente que no terminó el secundario y lee y se caen de orto”.

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A mí la publicación de Tía Butik no me parece una burla. La veo como una broma, ni tan grave, ni clasista, ni nada que la hiciera merecedora de ser cancelada, esa acción tanto se valora últimamente. Me parece, de hecho, que el sentimiento de ofensa (el sentirse ofendido, quiero decir) y también las burlas (que las hay, por supuesto) en relación con este tema se derivan de un malentendido.

Ese malentendido señala que leer está bien, es lo correcto, lo que hay que hacer; y que no leer está mal. No es así. Leer no puede ser un mandato. Siempre vuelvo a una frase de César Aira: a la que gente que no quiere leer “no hay que reprocharle nada, por supuesto; sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina”. Leer es mejor que no leer, como hacer deporte es mejor que no hacer deporte, o tocar instrumentos musicales es mejor que no hacerlo. Pero que alguien no lo haga no es motivo para burlarse de esa persona. Del mismo modo que decir que alguien no lo hace no implica necesariamente estar burlándose.

He ahí, creo, la clave. No hay por qué ver siempre burla o desprecio en las frases que aluden a “las casas donde no se leen libros” o a personas que no han leído muchos libros, tal como no es ofensivo Nick Hornby cuando opina de ciertas personas que “en realidad no les gusta demasiado la música”. Yo me considero una persona a la que no le gusta demasiado la música; al menos, siento que la música ocupa en mi vida un lugar bastante menos relevante que en la de la mayoría de la gente. Disfrutar más de la música es mejor que disfrutar menos —lo que me pasa a mí—, pero no es motivo para burlarse de mí. Y yo no siento que alguien se burla de mí si dice que no escucho mucha música o que no me gusta demasiado.

Por supuesto que muchas veces esas frases sí se usan como formas de insulto, agresión o argumento ad hominem (“qué va a tener razón, si no leyó un libro en su vida”). Pero a veces el juicio de valor no está en quien emite el mensaje sino en quien lo interpreta. “No respetan a quienes no han tenido las mismas oportunidades de acceso a la cultura”, dice uno de los comentadores de la publicación de Tía Butik, cuando en realidad muchas de “las casas donde no se leen libros” pertenecen a las clases sociales que más oportunidades tienen. “Gente que no terminó el secundario y lee”, dice el otro comentario, cuando la publicación original en ningún momento habla de niveles de estudios formales.

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Una vez un contacto de Facebook hizo una de esas encuestas que son en realidad juegos y ejercicios de imaginación. Si en el resto de la vida sólo pudieras hacer una de estas tres cosas: leer libros, ver películas o escuchar música, ¿cuál elegirías? De inmediato yo pensé: qué difícil elegir entre los libros y las películas. Pero muy pronto me di cuenta de que me quedaría con los libros. Para mi sorpresa, la gran mayoría de quienes respondían optaban por la música. Yo la descarté sin pensarlo, de forma intuitiva, automática. Por cosas como esa es que digo que la música no me gusta demasiado, o no representa tanto para mí como para la mayoría de la gente.

Pero no llego al punto de que mis canciones o mis discos favoritos me recuerden a situaciones específicas, un viaje, una persona. Como Hornby, mis canciones favoritas las escuché infinidad de veces y me recuerdan a poca cosa y a demasiado. En cambio otras, como Una canción de despedida, de Los Lunes, están en el extremo opuesto: me recuerdan de forma tan precisa algo puntual que funcionan, de hecho, como regla de mnemotecnia.

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